5 de agosto de 2016

El sueño del artista

    Mi primera satisfacción fue ver sus entrañas en ebullición, como si se tratara de un hervidero de gusanos. Una mezcla de sangre y vísceras explotando aquí y allá, al ritmo de una composición musical jamás escrita pero que, visualmente, era una perfecta obra de arte.

    Me costó encontrar la temperatura necesaria, la tubería de oxígeno para ayudar con el burbujeo, el tamaño preciso que debía tener la herida del abdomen, e incluso, me llevó más tiempo del esperado elegir la herramienta cortante con la que obtener esos bordes rugosos de la piel y las capas de músculo liso. Fueron muchos intentos fallidos, uno tras otro, como querer pintar el cielo y jamás dar con el color ideal para el añil de la noche. Pero lo había logrado, mi pequeña y anónima obra de arte que jamás saldría a la luz, porque claro, era para mi disfrute personal, y porque solo existiría mientras el corazón de ese cuerpo latiera, lo que no duraría mucho más que unos meses, a pesar de mis intentos.

    La lucha contra el shock, para que se mantuviera despierta y sintiera cada punzada de dolor que yo, gentilmente, le regalaba. El espejo sobre el abdomen, inclinado hacia su rostro para que viera cómo su interior danzaba al ritmo que yo decidía. Por supuesto, se hizo necesario usar unas cintas para mantener la cabeza en esa posición y un par de pinzas para que mantuviera los ojos abiertos. No, no se iba a perder mi obra de arte. Ella la había inspirado, ella la disfrutaría conmigo.

    Claro que ya había previsto que los gritos serían un problema, así decidí extirpar quirúrgicamente sus cuerdas vocales, cosa que hice con la mayor delicadeza posible, con ella profundamente anestesiada, porque eso no era parte de mi obra, no había necesidad de hacerla pasar por ese dolor, también debía cuidar que su corazón no se detuviera en plena operación a carne viva. Demás está decir que su horror al despertar y darse cuenta de que no podría gritar fue un toque delicioso e inspirador, imagino que le dolieron los primeros intentos, aunque no le pregunté, no tendría forma de responderme y tampoco me interesaba mucho ese asunto en especial. Sin embargo, no puedo negar que su rostro fue todo un poema, los ojos muy abiertos y con lágrimas rodando desde sus esquinas, ella resoplando y boqueando como un pez fuera del agua, fue una visión realmente hermosa, pero ese era solo el inicio...

    Su cuerpo tendido, y atado claro, sobre una cama forrada de terciopelo negro hacía un perfecto juego con su piel blanca, que se teñía con el rojo de la sangre que borboteaba desde la herida en su vientre, el mismo color de la sangre que le transfundía constantemente para reponer la que iba perdiendo, el mismo color rojo de su cabello, que pinté a juego buscando una armonía estética que aún no conseguía. Esa era la razón real por la cuál no podía dejarla ir, por la cual debí alimentarla por sonda todo el tiempo que fuera necesario. Ella... no, no ella, su agonía era mi obra de arte y no podía quedar inconclusa, debía ser completa, como mi necesidad de verla sufrir, abrumadora como el deseo de que me viera satisfecha con su dolor, absoluta, como mi ira.

    Me desperté agitada esa mañana, recordaba casa fragmento del sueño, recordaba el olor de la sangre fresca y de la carne quemada, el color rojo que rodaba sin cesar contra el terciopelo, sin embargo, no lograba recordar el rostro y eso me conturbaba.

    Decidí que lo mejor era olvidar ese sueño tan extraño y al mismo tiempo reconfortante, y para ello nada mejor que un café preparado con granos recién molidos. Bajé a la alacena a buscar los granos, mientras seguía pensando en el sueño, en el rostro que no lograba ver, encendí la lámpara del sótano y de pronto supe de quién se trataba, seguía allí, tendida sobre el terciopelo, esperando como un lienzo a su pintor, me olvidé del café y tomé los guantes mientras una sonrisa se dibujaba en mi rostro...

No encontré el nombre ni el autor de esta imagen. Me disculpo por ello


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