Siempre era la misma sensación, sumergirse en el agua era como estar en su medio natural. El deseo más recurrerente era la necesidad de tener agallas y membranas entre los dedos para poder nadar aquí y allá a su antojo, sin que el aumento de presión le afectara y poder explorar el océano a sus anchas. La vida perfecta, decía, tenía que estar allí, dentro del mar.
Amaba profundamente a los tímidos habitantes del arrecife y nunca dejaba de asombrarse como cada noche las rocas aparentemente inertes ebullían de vida, en una sinfonía perfectamente...